viernes, 10 de marzo de 2023

Días calientes

 D í a s   C a l i e n t e s

                                                            


La época lluviosa no había comenzado y Magdalena continuaba bañándose en el río tantas veces como pasaba cerca a uno para deshacerse del sudor que se le pegaba a la piel después de las largas caminatas.


Mientras el comandante García se quitaba las botas de caucho y remojaba los pies también en el río, evitaba la calentura animal que le producía Magdalena nadando sin estilo, con la camisa mojada pegada a la piel que le acentuaba las curvas y su naturaleza de mujer. 


Habían pasado ya varios años desde que salió de su adolescencia. En ese entonces, su sueño era bailar en el Chaca Chaca y vestirse como las mujerzuelas que veía desde afuera y por las rendijas de aquel burdel cerca a su casa,  cuando salía por las noches sin el permiso de su abuelo para ver a los soldados y mujeres con maquillaje barato y sandalias de tacón alto bailando cumbias y vallenatos, a los que ella seguía el paso sin que nadie la viera, imaginándose dentro de ese gran escenario con iluminación improvisada y lucecitas de pesebre que no titilaban al ritmo de la música como en otras discotecas de la ciudad.  Ella estuvo allá un poco después y una sola vez, cuando su abuela a la que nunca conoció, murió. Magdalena obligada, fue con la prima a hacer esas visitas de pésame que son por pura cortesía fingida.


Conocieron esa noche en la funeraria a Marcos, un pariente lejano al que tampoco le importaba la finada y quien las invitó a tomarse sólo un aguardiente que se convirtió en muchos, con la condición de llevarlas en taxi a la pensión donde dormirían. Esa sería la oportunidad de Magdalena para montar en taxi, conocer la cuidad de noche y descubrir que el aguardiente tiene la maravillosa y fatal propiedad de acentuar los sentimientos, de sacar los pensamientos escondidos y matar del dolor de cabeza al día siguiente. Marcos tuvo que llevarla hasta la cama que mojarían más tarde con todos los fluidos de sus cuerpos, porque por el efecto del alcohol anisado, hasta lloraron por una abuela que nunca recordó ni como se llamaban esos tres o cuatro nietos bastardos.


La ciudad no fue tan grande ni tan elegante como Magdalena se había imaginado por las fotos del periódico y la telenovela de las ocho y media. La ciudad se quedó con su virginidad y con Marcos, ese pariente lejano que vagamente recordaba porque sólo lo vio de noche, con las luces de la discoteca que prendían y apagaban al ritmo de la música y se fue sin despedirse antes que Magdalena despertara.


Después de un año desde la muerte de la abuela y la ida a la ciudad. Magdalena casi ni recordaba el hecho por ser tan diferente a su cotidianidad. La visita a la ciudad fue para ella como algo que nunca ocurrió porque nada se lo recordaba. Ni siquiera su prima Carmen que se fue a vivir a otro pueblo para trabajar en algo fácil que ella nunca comentó, tampoco la familia por considerarlo poco honroso. Llegó a tal punto que también olvidó que ya no era señorita y seguía teniendo esa actitud simple e infantil de mujer que todavía, como decían los viejos, no conoce varón. 


"La vida en el campo ya no es como antes", era la frase común de los viejos que trabajaron la tierra desde siempre, que vieron a sus viejos y no tan viejos levantando familias numerosas con azadón y machete como únicas herramientas, con la tranquilidad que daba vivir en el campo hasta que muchos desconocidos comenzaron a llegar al pueblo. A veces se les veían reunidos por las noches en las cantinas, comprando verduras y carnes en la plaza o andando por ahí, en carros grandes y modernos que nunca se vieron antes en las calles angostas del pueblo.  Algunos desconfiaban de los nuevos visitantes y otros por el contrario, se alegraban de recibir los rollos de billetes nuevecitos a cambio de gallinas ponedoras, cerdos vivos, bultos de arroz y bolsas de jabón; mercancía que, con sus compradores, desaparecía del pueblo sin saber quién la consumía ni dónde.  “Nada bueno puede ser”, decían las rezanderas que se encontraban afuera de la misa de seis de la mañana, para en sus charlas trágicas de viudas y fanáticas, asegurar que el demonio estaba tomándose el pueblo y que sus almas terminarían llorando arrepentidas afuera de sus cuerpos. Eso cuando no estaban con la manía de competir entre ellas, por quién tenía más dolores, enfermedades y sufrimientos.


Esas mujeres con camándulas en mano, miles de dolores físicos y maridos infieles, no estaban tan equivocadas. Unas semanas después de la llegada de los extraños, estos mismos, con armas en mano se tomaron violentamente el pueblo una noche que los que quedaron vivos no quisieran recordar. Esta fue una historia de carnicería pura como en las de juventud del viejo Indalecio, cuando su ira política era tan frenética que orinaba del mismo color de su partido; Cuando las técnicas de matar eran tan atroces  que más se parecían a obras de arte por el tiempo que requerían y la estética del resultado final. Obras parecidas a las de artistas Mexicanos más tarde famosos en Europa y Norte América por sus imágenes denunciantes de desigualdad y violencia en la América Latina. 


 

La guerra que vivía ahora el país ya no tenía el sentido socialista inicial como en otros países de Latinoamérica donde grupos armados comenzaron a hacer justicia. Ya para este momento, ese objetivo sumado a la experiencia que ya se tenía en armamento y en la vida ilegal en el campo, se había mezclado con narcotráfico, un negocio no muy nuevo al que no renunciaban por ser el que más plata deja.


El objetivo de las tomas a las poblaciones, era reclutar jóvenes que militaran en contra del Ejército Nacional que estaba fortalecido. Para ellos, al momento de combatir, mujeres y hombres servían igual con un arma en la mano, con la ventaja que las mujeres son mejores para cocinar, lavar ropa y hacer otras tareas, entre ellas satisfacer el hambre de macho de otros militantes. 


Esa noche fue llena de sonidos aterradores mezclados y gente desconocida. Fue para Magdalena como una larga pesadilla de la que sólo escapó cuando unos ojos que sí conocía desde antes, se acercaron a ella para cubrirla de las mismas balas que dejaron a su abuelo boca abajo cuando trataba de correr a buscar su escopeta, pero esta vez no tuvo la misma suerte que años atrás. Ya estaba tan viejo y lento como su arma. Magdalena no hubiera reconocido esos ojos de no ser porque fueron iluminados por los destellos de los disparos de fusil, iguales a los destellos y luces titilantes que años atrás iluminaron al ritmo de la cumbia los ojos de Marcos en la discoteca de la ciudad.


Marcos García no era ningún profesor como se presentó a sus parientes el día del funeral. Era comandante de uno de los tantos frentes de las fuerzas armadas revolucionarias y parecía ser el último en tener alguna idea política en medio de todos los demás campesinos asesinos, que no sabían otra cosa que cultivar la tierra y halar el gatillo. Marcos entró por su voluntad a esta guerra, años atrás cuando estudiaba filosofía en la universidad pública de la ciudad y por su idealismo, se llenó de motivos para luchar por las necesidades del pueblo. Sin quererlo, ahora pertenecía al bando contrario. Ahora él era el que destruía, atemorizaba y castraba cualquier esperanza. Ahora estaba haciendo todo en contra de cualquier manifestación de la justicia.


Magdalena no supo si era su memoria o un juego sucio de la imaginación que hacía familiar al comandante García. No supo si fueron los ruidos, la tristeza profunda o el pánico, lo que la dejaron sin conciencia hasta el día siguiente cuando despertó en su propia cama la lado de Marcos, como hubiera querido varios años atrás en la pensión de la cuidad.


La noche anterior había sido definitiva para Marcos. Fue la última en la que participó en esa guerra sin sentido. Esa noche, aprovechando sus heridas, se lanzó encima de don Indalecio y Magdalena haciéndose el muerto para que lo dieran como caído y se olvidaran de él. Cuando terminaron los sonidos de fusil, los mismos asesinos levantaron los muertos y convalecientes e hicieron una gran fogata humana. Marcos, aprovechando el descuido de sus antiguos subalternos, levantó el cuerpo de don Indalecio, le cerró los ojos, y con la fe de revolucionario pero no ateo, se echó la bendición, rezó un padrenuestro por su alma y lo echó a la hoguera. Después levantó a Magdalena sin conciencia y la entró a la casa. Otra vez como hace un año la llevó a la cama y se acostó junto a ella para escapar antes de que llegara la mañana.


Marcos amaneció herido, desilusionado y con unas ganas locas de morir. Pero no sabía porqué ahora sentía la necesidad de estar con Magdalena quien lo miraba con desconfianza, temblando sentada al borde de la cama con una necesidad absurda de no apartarse de él ni dejarlo ir.  No sabía si odiarlo o abrazarlo porque era la única persona que ahora sentía conocer.


Entre los integrantes del frente que comandaba García, no tardó en rodar la noticia de la desaparición de su cadáver. Supieron así que no estaba muerto y el acto se tomó como una deserción que se pagaba con la vida misma sin importar el rango del traidor. Pasaron tres días para Marcos sin salir del cuarto de Magdalena y temía que volvieran a buscarlo. Magdalena mientras tanto, sin hablarle, le curaba las heridas de los roces de las balas, pero con el tiempo su mirada fue perdiendo el miedo y la ira. Su mirada se fue transformando en una necesidad para Marcos quien recibió de Magdalena algo parecido al afecto y que definitivamente hasta ahora no conocía. Entonces Magdalena, frente a la evidencia de su gravedad y su necesidad de protegerlo, recordó la existencia de su prima deshonrada y por primera vez en tres días le habló: “Tengo que salir de este maldito pueblo y quiera o no… ¡Usted viene conmigo!”.


Marcos, quien desde hace tres días en un monólogo le hablaba a Magdalena de su miedo de ser encontrado y su convicción de no pertenecer más a lo que tanto daño le hacía a su patria, se sintió aliviado y sin merecerlo amado. Fue así como decidieron que se irían hasta el pueblo donde vivía su prima Carmen para pedirle ayuda y un poco de dinero prestado. No podían tomar un bus hasta el pueblo donde Carmen vivía porque el frente que Marcos García comandaba, tenía informantes en toda la región. Él más que nadie lo sabía, por ser él mismo quien los había reclutado; por eso planearon salir de noche de la casa de Magdalena para recorrer los setenta kilómetros que habían de un pueblo a otro; atravesando ríos, subiendo montañas y esquivando las casas de los campesinos y campamentos guerrilleros, de los que afortunadamente el ex-comandante conocía la ubicación.


En una maleta del viejo Indalecio, metieron panes, una olla vieja, arroz, alcohol para prender fogatas y curar las heridas de Marcos, un cuchillo recién afilado, una sola cobija, dos pocillos de cerámica y una botella de aguardiente empezada por el viejo Indalecio antes de que lo sorprendiera la muerte. Cuando pensaron que ya tendrían lo mínimo necesario, Magdalena recordó empacar también la imagen de San Gregorio, quien desde que Magdalena tenía uso de razón, era el médico de la familia. San Gregorio desde el más allá, les curaba las pestes, les practicaba cirugías y les quitaba los dolores. Desde niña sabía cómo hacer el altar dejándole a San Gregorio un vaso de agua con una flor roja, agua que al otro día bebían en ayunas como medicina formulada por ese médico bondadoso que después de muerto continuaba curando a quienes creían en su ciencia, aunque para muchos las palabras ciencia y fe fueran no compatibles. San Gregorio convertía el simple alcohol antiséptico en un líquido lechoso que servía para eliminar dolores y sanar heridas. De eso ya comenzaba a dar fe también Marcos, quien al principio no creía en las aguas que Magdalena le daba a beber en las mañanas y en el alcohol convertido en líquido blanco que le untaba sobre las heridas que comenzaban a cerrarse. 


Conociendo todos los peligros, salieron esa noche del pueblo y emprendieron así su travesía hasta donde estaba Carmen. Caminaron sin hablar por casi dos horas hasta alejarse de las últimas casas y cuando se sintieron el silencio absoluto en medio de la oscuridad, prendieron una fogata para espantar los animales. Magdalena sacó uno de los pocillos, lo llenó de agua de quebrada y le metió una flor roja que recogió en el camino. Sacó el otro pocillo, lo medio llenó con alcohol y los puso los dos a un lado para no derramar los líquidos milagrosos mientras dormían. Se recostaron en la maleta y antes de quedarse profundamente dormidos, Marcos tomó las manos de Magdalena y le pidió perdón con lágrimas en los ojos. Tal vez el mismo perdón que hubiera querido pedirle a la patria misma por lastimarla desde hace tanto tiempo. Magdalena no pronunció palabra ni hizo ningún gesto, pero se sentía tan angustiada como feliz al lado de Marcos García.


Al amanecer, después de despertar muy temprano abrazados por instinto, Magdalena curó las heridas y le dio a Marcos el agua de la flor roja en ayunas. Se sentían libres, sin ningún afán. Calcularon que necesitarían dos o tres días para llegar a encontrarse con Carmen, a quien Magdalena llamó antes de salir del pueblo la noche anterior para contarle de la muerte del viejo Indalecio y de la compañía secreta de Marcos, quien necesitaba un transporte seguro a la ciudad.


Así anduvieron entre las montañas durante todo el día. La época lluviosa no comenzaba todavía y Magdalena continuaba bañándose en el río tantas veces como pasaba cerca a uno, para deshacerse del sudor que se le pegaba a la piel después de las largas caminatas.


Mientras el ex-comandante García se quitaba las botas de caucho y remojaba los pies también en el río, evitaba la calentura animal que le producía Magdalena nadando sin estilo, con la camisa mojada pegada a la piel que le acentuaba las curvas y su naturaleza de mujer.  Ya para ese momento, Magdalena reemplazaba los monosílabos por frases que hacían feliz a Marcos. Él, con las heridas de bala casi cerradas y los dolores controlados, tomaba a Magdalena de las manos para ayudarla a pasar quebradas y caminos resbalosos. Al final del día vieron el sol más grande que siempre entrarse detrás de las montañas. Desde allí veían valles, ríos y la belleza de su país multiplicada. Esa multiplicación de la belleza de la que es responsable el amor y el aguardiente en intenigentes cantidades.


Hablaron por horas de sus vidas con la luz de un fogón para hacer el arroz que comieron con mangos agarrados de los árboles del camino y picoteados por pájaros. Ya entrada la noche, irónicamente lamentaron que sólo les quedara un día para terminar esa pequeña luna de miel forzosa como ellos mismos la llamaron. Disfrutaron imaginándose que así mismo debieron sentirse Adán y Eva, aunque ellos ya hubieran mordido la fruta y lo último que quisieran ver fuera una serpiente.  Recordaron el funeral de la abuela donde eran unos completos extraños y se burlaron de sus pobres tías gordas y arrugadas que los miraban con vergüenza. No querían que la noche terminara, no querían ver la luz del sol que los obligaba a acelerar la despedida.  En silencio se redescubrieron en la oscuridad y  antes de que amaneciera, le prometió Marcos a Magdalena buscarla cuando arreglara su situación con la justicia. Marcos supo por ese tiempo, que el Gobierno Nacional estaba reinsertando a la sociedad a todos los ilegales que dejaran las armas ofreciéndoles garantías civiles. Desde eso soñaba con su libertad para tener una vida propia, lejos del sinsentido de la guerra. Así comenzó su último día de camino. Las heridas estaban sanadas y los corazones hinchados de sentimiento.  Metieron lo que les quedaba a la vieja maleta y comenzaron la caminata hacia el pueblo que ya se veía desde la parte más alta de la montaña.


Carmen, que ya nada tenía de inocente, estaba esperándolos en la casa de “damas de compañía” que ella misma administraba y a la que asistían los personajes más significativos del pueblo; el alcalde, su opositor y hasta comandantes de otros frentes de grupos al margen de la ley. En esa propiedad, estaba prohibido hablar de política, pero sí se supo la noticia del traidor Marcos García y los diez millones de pesos que ofrecían por su cabeza.  


Después de la última larga caminata hasta el centro del pueblo, Magdalena llegó a tocar la puerta de la casa de Carmen, que estaba cerrada de seis de la mañana cuando salían los últimos clientes a ocho de la noche que llegaban los primeros. Tocó varias veces con esa velocidad que produce la angustia, hasta que salió Carmen con cara de pecado y le dio un gran abrazo a su prima que ya era toda una mujer. De inmediato Carmen hizo una llamada dando la ubicación de Marcos para ser recogido por quienes supuestamente lo llevarían a la ciudad. Pero sin que nadie supiera, Carmen les pagó dos millones por quemarlo en el camino tal como había negociado con un ex-compañero de Marcos, la misma noche que Magdalena la llamó.


De los ocho millones que le quedaron a Carmen por la entrega, tres fueron a parar a su bolsillo y cinco como préstamo al de Magdalena, quien se quedó en el pueblo, ayudando a Carmen en el negocio y esperando a Marcos con los cinco millones de pesos para comenzar la vida que soñaron. Así se quedó Magdalena esperando una respuesta,  recordando y fantaseando con los días calientes en las montañas.  La espera duró meses y terminó con una carta escrita de puño y letra de Carmen, cuando comenzó a preocuparse por la tristeza permanente de su prima y pensó que ahora sí debía hacerle un bien.


Bogotá, 31 de diciembre de 2004.

Querida y recordada Magdalena. Escribo estas letras desde el frío. Los últimos meses han sido los más duros de mi vida en esta ciudad, sabe que no estoy muy acostumbrado. No puedo explicarle bien mi situación porque no está muy definida, pero con la ayuda de un amigo conseguí irme para España.  Salgo este fin de semana. Tenía que escoger entre eso o Nueva York y por el idioma preferí España, además dicen que en Nueva York hay mucho ladrón. Claro que uno sin nada, qué le van a robar.

Cuide bastante a su prima Carmen, se nota que ella la quiere mucho y mire a ver cómo hace para pagarle los cinco millones que ella le prestó. Qué pena no haberla llamado antes a explicarle todo, pero es que me sale muy caro desde acá y ahora que me vaya para por allá tan lejos, quién sabe cómo irán a ser las cosas.

La recuerdo con Cariño.

Marcos García


domingo, 22 de abril de 2007

Recuerdos de Sal


Sólo un soplo alcanza a entrar por las ventanas de la casa de doña Isabel. El otro tanto, se devuelve medio frustrado pero toma impulso para como sea meterse dentro de esa casa de la que ya sus iguales del sur le han hablado. A él, le encanta entrar para mezclarse con sus colegas cargados de olor a café recién hecho en las mañanas o jugos de frutas y verduras que doña Isabel toma todo el día para nivelar los químicos de su cuerpo. Así, según ella, con casi setenta años no recuerda la última vez que fue al médico, y no por falta de memoria, porque para eso se come las uvas pasas con el palito.
Sin ánimos de que su casa parezca un museo, doña Isabel colecciona souvenires de todos los países; atlas y libros con fotos de mujeres semidesnudas del África, otras cubiertas de pieles en el polo o niños del desierto Chileno. Todo lo compra en almacenes del centro de la ciudad para alimentar sus fantasías, incluidas las muñequitas rusas que se meten unas dentro de otras, tambores del congo y cuernos Australianos. Por eso su casa está atiborrada de objetos que colecciona desde que el tío Pablo se fue sin saber a dónde hace más de medio siglo y le dejó lo único que tenía; un globo terráqueo, para que al leer sus cartas siguiera su ruta sin olvidarlo. Lo estudió tanto que llegó a saberse de memoria todos los ríos de Asia, los puertos de Europa y hasta el más pequeño de los pueblos japoneses con el pretexto de que las vocales en japonés y en castellano se pronuncian igual. La verdad, es que desde niña se maravillaba imaginándose, al frente de un espejo, como una de esas mujeres niponas de caras blancas y perfectas.
Así ha pasado doña Isabel su vida; sin trabajar porque vive de la renta de dos casas heredadas, y sin casarse porque el único hombre que quiso fue del gusto correspondido de otros hombres. Sólo por hedonismo, doña Isabel dicta clases de historia y geografía en el patio de su casa a los menos aventajados del barrio, a quienes los profesores ya dictaminaron como “brutos irrecuperables” y resultan ser la mejor compañía porque según ella, además de su inocencia, son como un papel en blanco para dibujar en sus mentes casi vírgenes los mapas que a ella más le gustan y las historias de guerra que cuenta como la mejor de las películas. Ellos en realidad, asisten a sus desinteresadas clases para que durante las lecciones, les dé jugos deliciosos y los deje torturar al gato con sus juegos crueles de niños.
Simón, que en realidad se llama Jonfrey pero todos lo llaman de frente y sin consideración “Simón el bobo”, muy rara vez habla y tiene hasta ahora siete años. Es quien más disfruta las lecciones y al gato, aunque tiene una alergia que sólo existe en la imaginación de su mamá, porque como muchos, ella cree que son animales amigos del diablo. Simón se entontece aún más oyendo a doña Isabel hablar de todos esos lugares maravillosos a los que nunca ha ido, y ya en la noche sueña a colores peleando en batallas comandadas por Atila y Napoleón.
-“Doña Isabel, le manda decir su tío Pablo que se encuentran esta noche”- Le dijo Simón un día después de la lección. Ella, despabiladamente y acostumbrada a los desatinos de Simón, le sobó su cabezota de bobo recién rasurada y con una palmadita en las nalgas lo mandó para la casa antes de que anocheciera.
Esa noche, doña Isabel tomó su jugo de alcachofa con piña para bajar la tensión y eliminar la grasa, leyó un par de páginas del libro de moda entre intelectuales sobre crónicas urbanas, de esas que ellos mismos encasillan en el nuevo género “realismo trágico”. Entre batallas urbanas de la extrema izquierda y la extrema derecha la dominó el sueño antes de terminar el capítulo. Despertó varias veces en la noche perturbada, pero en la confusión que produce la mezcla entre lo onírico y la oscuridad de la madrugada, quedaba dormida nuevamente.
Muy de mañana, doña Isabel, como todos los días, abrió las ventanas para que los vientos, que pasan y se devuelven, pudieran entrar y airear la colección de alegorías de sus fantasías. Fue inmediato; apenas doña Isabel pasó mirando con el rabo del ojo la estatuilla de sal boliviana, unas imágenes, que no supo de donde vinieron, despertaron en su mente como si hubieran estado allí desde siempre sin ser llamadas por el presente. Esas eran imágenes diferentes a las que había visto en tantos libros; porque además de tener una tercera dimensión, colores más vivos, movimientos y sonido, tenía en ellas la compañía de su tío Pablo tan joven como cuando lo vio por última vez antes de emigrar.
Mientras miraba la estatuilla comprada en un almacén cualquiera del centro, confundida recordó una larga jornada caminando por el gran desierto salino donde todo es blanco, los rayos del sol entran en los cristales de sal, y rebotan multiplicados en los ojos rasgados y la piel de quienes llaman La Raza de Bronce, por la textura seca y lisa por tanto sol y el color quemado de sus caras, manos y piernas.
Traía a la memoria sin saber de dónde, animales propios de Los Andes, nieve en la cima de las altísimas montañas enfiladas, valles secos e imágenes que nunca antes vio documentadas en ningunos de sus gordos libros de viajeros. Todo eso, mientras el tío Pablo le hablaba de lo mucho que extrañaba las cartas que él escribía para ella cuando estaba vivo, desde cualquier parte sin recibir respuesta porque nunca tuvo una dirección propia.
Doña Isabel, turbada por el sobresalto y lo absurdo de su reciente recuerdo; con los ojos bien abiertos y el ceño fruncido por el revoltijo de emociones, se sentó a buscar en sus libros esas imágenes que daban vueltas en su cabeza, convencida de que en alguna página tendrían que estar, porque era lógicamente imposible que las hubiera inventado tan perfectas. Buscó repetidas veces sin encontrar más que unas cuantas panorámicas en blanco y negro de un salar Boliviano donde ni siquiera se veían los animales o personas que ella se aseguraba recordar. Mientras tanto, seguía evocando ese paisaje salino, al tío Pablo joven a su lado y a ella misma con la pijama puesta preguntándole qué había sido de él después de la última carta.
En la búsqueda, llegó el medio día y también los niños para su lección diaria. – “ Simón, te he hablado alguna vez de mi tío Pablo y sus cartas?-. Pero él, acostumbrado a su propio silencio, le costó contestar la pregunta muchas veces repetida – “¿Simón, te he hablado alguna vez de mi tío Pablo y sus cartas?”-. -“No”-. Enfurecida por la corta e irracional respuesta pensando que todo eso pertenecía al comienzo temprano de una demencia senil o al histerismo por falta de compañero varón, doña Isabel mandó a los niños para sus casas y comenzó, según ella, a exorcizar los pensamientos leyendo las cartas del tío Pablo una a una, buscando alguna descripción del paisaje blanco-azul que desde la mañana le paseaba por la cabeza. Lo más cercano que encontró fue una de ellas donde el tío Pablo le contaba haber casi llegado a Bolivia de no ser por que se embarcó como buldero en un barco que atravesaba todo el Pacífico.
El episodio Andino volvía a repetirse todavía después de una semana cuando doña Isabel pasaba al frente de la estatuilla Boliviana. Fue por eso que, sin esperar un día más, después de la lección le regaló a Simón la estatuilla y todas las cartas que ella había leído y releído tantas veces hasta sabérselas de memoria. Simón, con sus mocos secos y dientes en desorden, le dio en silencio un beso baboso, metió las cartas en la mochila y salió entre caminando y saltando torpemente hacia su casa mientras gritaba –“Su tío Pablo la espera hoy”-. Pero Simón, aunque torpe y con la pierna derecha más corta que la izquierda, corría más rápido que la setentona doña Isabel quien lo perseguía gritando -“¡Simón!... ¡Mocoso!... ¿Por qué sabes de mi tío Pablo?”.
Ya la doña, quien siempre se pensó tan apática a los temas esotéricos y no por temor a Dios, sino porque su formación intelectual no le permitía tales acercamientos, prefería justificarse detrás de teorías de mundos energéticos paralelos o en la existencia de charlatanes con buena suerte e intuición. Sin embargo, esta vez aceptó que en algo estaban relacionados Simón, el tío Pablo y las imágenes del salar Boliviano. De camino a la casa del niño, con ese paso rápido que motiva la curiosidad, iba alimentando su convencimiento de escarbar más en su cabeza y en la de Simón para conocer la matriz de su recuerdo y los supuestos malos entendidos, pero Simón afuera de su casa leyendo las cartas la vio llegar, y mirándola como si no la conociera, entró a la casa sin decirle ni una sola palabra. La mamá de Simón apenada, le contó a la doña que no le extrañaba el silencio repentino del niño porque desde hace unos días, Simón sólo le hablaba a un amigo de esos que llaman imaginarios y quienes en cualquier momento desaparecen para siempre sin siquiera despedirse.
La doña, a pesar del radical escepticismo que la acompañó por casi setenta años, entendió perfectamente, aunque celosa por creerse con más derechos que el niño a tener ese imaginado amigo. Entendió los mensajes que le enviaba su tío errante y por fin creyó saber por qué, en sus recuerdos del desierto salino, ella estaba en pijama, con afán de preguntarle a Pablo por qué no volvió a escribirle. Doña Isabel fue a su casa, se puso su mejor vestido como quien tiene una cita nocturna, y con una mezcla de leche, cilantro en cantidad descomunal, canela y miel de abejas, aceleró el enfrentamiento con su cuerda locura.
El sol en la cara la despertó no tan temprano, y apenas abrió los ojos, por más que trató y aunque se dio golpes en la cabeza como recurso desesperado, no recordó absolutamente nada de las últimas once horas. Aún acostada, abría y apretaba con fuerza los ojos como ejercicio inventado para recordar. Se paró en frente de cada uno de los souvenires, y mirándolos fijamente sin parpadear, como si se necesitara un sacrificio físico, esperó con los ojos secos la revelación de alguna imagen desconocida. Pero nada resultaba para hacer reaparecer al tío Pablo en su memoria.
De repente, sintió doña Isabel unas ganas terribles de vomitar lo que no había digerido todavía de la mezcla tomada la noche anterior. Mientras hacía fuerza desde los más adentro de su organismo, abrazada al pedazo de loza blanca, escuchó los golpes torpes en la puerta característicos de Simón, y apurada se limpió con la manga el ácido verdoso acilantrado que le salía por la boca y la nariz al mismo tiempo.
Era Simón en la puerta de su casa más temprano que de costumbre, con todas las cartas del tío Pablo amarradas con el cordón de sus zapato derecho mandado a hacer para igualar el largo de sus piernas.
- “Doña Isabel, vine a entregarle las cartas”.
-“¿Para qué? Dijo doña Isabel tratando de disimular su malestar”.
-“No sé, me mandaron a entregárselas”.
-“¿Quién?”
-“Anoche las leímos todas… y como son suyas… vine a entregárselas” - dijo Simón acercándose a doña Isabel para doblarle la manga untada de vómito, así como él hacía con las suyas cuando no les cabía un moco más.
-“¿Las leímos… quiénes?... Simón, mijo, dejémonos de bobadas que yo ya sé que no eres ni tan tarado”.
-“¿Dónde está el gato?”
-“Ay Simón, por Dios, olvida al gato y dime con quién leíste las cartas”.
-“Él ya las conocía. Dónde está el gato”.
-“¿Quién?... ¿Quién ya las conocía?...Simón, estoy perdiendo la paciencia, si no me dices ya quién conocía las cartas y con quién es que hablas, no vuelves a ver al gato”.
-“Primero dígame dónde está el gato que me lo tengo que llevar”.
Doña Isabel desesperada llamó a gritos al gato, pero como esos animales tienen voluntad propia y hacen caso omiso de las intenciones de los humanos, tuvieron que buscarlo debajo de la cama, detrás del fogón, encima de los armarios de madera antiquísima y entre las matas del jardín; hasta que por fin lo encontraron con una lagartija en el hocico, que gastaba sus últimas energías tratando de salirse de los afiladísimos dientes de la mascota depredadora por naturaleza.
-“¿Qué me tienes que decir?”- le dijo doña Isabel a Simón sosteniendo el gato por cuello.
-“Despídase del gato porque ahora es mío. Esta noche vienen por usted”.
-“De qué hablas, ¿Acaso además de idiota, ahora te enloqueciste?”- dijo doña Isabel abriendo inmediatamente sus ojos hasta hacer desaparecer sus párpados al tiempo que se tapaba rápidamente la boca con la mano; no por estar arrepentida por lo que acababa de decirle al pobre cabezón, sino porque las palabras de Simón la aterrorizaron tanto, como si hubiera mirado a la muerte directamente a los ojos.
Doña Isabel volvió a sentir las náuseas que hace poco la habían hecho deshacerse del último líquido agrio, áspero y verdoso que le quedaba en el estómago. Pero tal era su afán por descifrar con inteligencia lo dicho por su pequeño verdugo-amigo, que le ofreció seguir para tomarse uno de los jugos con los que chantajeaba a los niños para que le escucharan sus historias y así interrumpir y disfrazar la soledad, que la obligaban a conformarse con eternos monólogos mentales.
-“¿Doña Isabel, me podría contar otra vez la historia de los guerreros de las islas del pacífico?” - Le preguntó Simón conciente de su chantaje mientras con natural desfachatez subía los pies en la mesita de centro y se bogaba el jugo en pura leche.
-“Ya no más Simón, por favor. Necesito que me digas lo que sabes”.
-“Lo que sé de qué. Yo sólo sé que… ¡Este jugó estaba bueno. Muchas gracias doña y buena suerte!... Desde ahora este gato se llama Pablo”- Así, sin ninguna vergüenza, cogió el gato y a rastras se lo llevó para su casa.
Ya a esas alturas, doña Isabel sabía que no era posible negociar con un vivo dándoselas de bobo. Correr tras él para sacarle las palabras a estrujones no serviría de nada.
Esa noche doña Isabel cansada de todo, y tratando de dirigir sus pensamientos en otras direcciones, fue al jardín y cogió una mata que sembraba detrás de muchas otras, arrancó un pedazo le sacó las semillas y lo metió en una pipa que había dejado su ex novio homosexual hace muchos años. Mientras expulsaba el humo espeso, le fue imposible no pensar en Simón, en su tío Pablo y en las lagartijas del jardín que desde su nueva realidad, distorsionada por el humo, la miraban y le daban las gracias por regalar el gato.
Así se quedó dormida, tirada en la cama con el mismo vestido que había usado la noche anterior para su frustrada cita. Cuando despertó estaba llorando, con un llanto agudísimo de recién nacido. Le costó abrir lo ojos por el resplandor propio del desierto de sal boliviano; pero al hacer esfuerzo se encontró de frente con unos ojos de mujer, medio rasgados, que la miraban enmarcados en una cara redonda que parecía hecha de bronce.
-“ Pablo, ya nació tu hermana, llámala Isabel”-.

El último Pecado

No tiene sombrero de ala ancha, diente de oro ni tumba´o al caminar. Él es uno de los desesperados. Hace ya tres años que Francisco llegó a la ciudad, desde entonces trabaja en lo que puede y, como quien cree que su vida mejora saliendo del campo, necesita y quiere más. Desde que llegó ha soñado cambiar dos horas de bus por un carro rojo, y la terraza improvisada de ladrillo y sin desagüe, en la que vive, por un apartamento al que llegue en ascensor. Pero con lo que gana, ese sueño ya tiene aires de frustración. A sus treinta, anda cansado y solo, en una cuidad en la que trabaja sólo para pagar la terraza y la comida que le da fuerzas para trabajar.
Hace dos semanas, para celebrar los tres años en la ciudad o ahogar la pena, Francisco entró a una de las cantinas de su barrio buscando un poco de alcohol y compañía. Descartó la compañía apenas vio las candidatas. Mujeres con poca ropa y muchos kilos, diferentes a las de su lugar, sin ese rubor natural que no sólo da la inocencia sino el contacto con el sol y el aire limpio. Estas son mujeres a las que se les paga y se les pega. Sin embargo decidió quedarse a tomar algo en la cantina; una de esas en las que las mesas no alcanzan, todos se juntan con todos, se cuentan sus penas, se guardan los secretos y hacen inocentes o sucios negocios. Así Francisco conoció a Emilio, brindando con un desconocido por un negocio misterioso que al principio, Emilio no quiso revelar a su compañero improvisado de parranda, pero cuando el alcohol afloja las palabras hasta el más prudente cuenta sus pecados.
Anterior al encuentro con Francisco, Emilio, acreditado como uno de los más eficaces asesinos de la ciudad, negoció la muerte de uno de los ex-senadores y bajo el efecto de la caña fermentada, entre trago y trago Emilio describía el placer que sentía al recibir el dinero por halar el gatillo. Más cuando se trata de políticos corruptos, porque según él, sus almas están vendidas al diablo y lo que él hace es acortar la distancia de su encuentro. Su único miedo es volverlos a ver en el infierno al momento de su propia muerte. Por eso decidió olvidar la religión católica. Para alejarse de ese miedo prefiere pensar en la encarnación de su alma en el cuerpo de un animal asqueroso, A la final esa idea es mejor que la de la cárcel perpetua del infierno.
Todas las explicaciones inventadas por Emilio y muchos tragos de más, convencieron a Francisco de que aunque la justicia divina no le concierne a los humanos, es menos grave asesinar a quienes no hacen las cosas bien. Por eso aceptó la propuesta de Emilio de ser su cómplice y recibir a cambio un muy buen adelanto para asegurar el cumplimiento del trato. Francisco, aunque anhelaba volver a tener la vida tranquila del campo, quería de alguna manera demostrar que el tiempo en la ciudad no había sido del todo perdido, por eso aceptó el dinero, como el ahorro de tres años de trabajo duro y sin sentido.
Caminando en zigzag hacia su maldita terraza, comenzó a imaginar cómo después de “eso” volvería al lugar con el que soñaba tanto; donde respira más fácil, camina en silencio, come en abundancia y trabaja para él mismo. Con la paga compraría algunos animales y ese sería su nuevo tesoro, su empresa personal. Conseguiría una mujer a su altura, de campo, natural, sin idealismos quirúrgicos, pretensiones, convicciones ni la trayectoria de las mujeres de la ciudad.
Con esas imágenes ideales en su mente se desplomó en el catre y se echó una bendición que más pareció una equis desganada con un padrenuestro a medias. Pidió perdón a Dios por lo que haría al día siguiente, pero también le prometió que aunque mortal, ese sería su último pecado. Aquella noche, Francisco estaba medianamente convencido de que sería un asesino por un día, y aunque a la mañana siguiente se levantó pensando que su compromiso fatal con el ex-senador era parte de una pesadilla fácil de olvidar, el dolor de cabeza y la sequedad de su garganta le recordaron que era tan cierto como su encuentro con Emilio en pocas horas.
Arrepentido de haberlo aceptado, Francisco contaba una y otra vez el dinero recibido. Lo ordenó, lo metió en los bolsillos secretos de su chaqueta comprada de segunda donde también guardaba su identificación y salió inconcientemente enguayabado a presentarle la muerte al ex-senador Gómez.
Irónicamente todo lucía diferente esa mañana desde la ventana del bus. El cielo estaba más azul y su conciencia más negra a pesar de los cortos matices de felicidad que disfrazaban lo que estaba a punto de hacer. El trayecto en bus hasta el punto de encuentro con Emilio tenía de fondo música local, canciones que unas pasajeras tarareaban alegres y otras con esa voz que produce el desamor; música que fue interrumpida por una noticia de última hora. El ex–senador Gómez había fallecido minutos antes, de muerte natural y muy serena. Francisco confundido por la noticia, sintió un relámpago frío y hasta doloroso que le subió ni tan lento ni tan rápido desde la pelvis hasta la garganta. Pensó en la malicia de Emilio, en su pequeño paraíso personal, en las vacas, las gallinas y la mujer que todavía no tenía, en el dinero escondido en sus bolsillos y en la terraza gélida que detestaba. Con la misma rapidez con la que todo pasó por su mente saltó de la silla roja de cuerina e hizo detener el bus. Brincó a la calle como si hubiera saltado a un abismo muy profundo, y en medio de su confusión, corriendo por la calle llena de rostros que su imaginación hacía similares al de Emilio, alcanzó un bus con destino al terminal de transportes.

El Luto Azul

El marcador era 1- 0 a los treinta minutos del primer tiempo. Mientras su mamá, se lamentaba por los fuertes dolores, Antonio con las manos juntas frente a su cara y en posición de oración, esperaba el desempate de su equipo azul como quien espera la palabra final de un juez para ganar o perderlo todo, y antes de terminar el primer tiempo su mamá pidió, con un grito de necesidad y dolor, recibir el perdón final que tranquiliza a los católicos antes de entregarse a la muerte.
Aunque la sacristía estaba a pocas cuadras de su casa, Antonio esperó a que terminara el primer tiempo, y luego de correr como si fuera a él a quien la muerte estuviera persiguiendo, tocó la puerta de madera, y con el afán que produce la incertidumbre del fútbol, sacó a rastras al cura, para llevarlo al lado de su madre. Él, en ese momento no sólo representaba al que todo ve, sino también al equipo contrario, dicho por la camiseta roja que lucía encima de la sotana.
Caminando a un paso aligerado y sin hablarse, como los enemigos políticos o futbolísticos, Antonio y el cura llegaron al lado de la doña, quien necesitaba decir unas últimas palabras y declarar algunos arrepentimientos con los últimos alientos y una vocecita tan baja, que alcanzaron a escuchar al narrador cantando el segundo gol y el pequeño grito involuntario de felicidad del cura. Los ojos de la doña se cerraron para siempre y Antonio recibió unas palmadas en la espalda como signo de consuelo por la dolorosa pérdida.

Auckland al sol



Antes de ayer, ayer y hoy han sido los únicos días completamente soleados desde que llegue a Auckland en Nueva Zelanda y aunque hace mucho frío, el sol y las canciones de Bob Marley que entran por los oídos directamente desde los audífonos con espuma, ayudan a calentar el ánimo y las orejas. Este es el típico domingo en el que seguramente los publicistas toman las fotos para los avisos de tarjetas de crédito. Mucho sol, muchas gafas oscuras, convertibles, motos, pelo suelto. Niños en el centro comercial comiendo helados que no se derriten tan rápido y preguntándole a la mamá por qué los niños que están parados detrás del vidrio de las vitrinas no tienen cabeza. Parece que el sol acentúa el impulso de comprar y salir en familia, que en este país parecen ser muy unidas. Hacen fiestas, ven los juegos de Rugby juntos o hacen comidas especiales con cualquier excusa. Un día me invitaron a una fiesta del compromiso de una familiar de unos conocidos y tuve la valentía de ir con el precario inglés de ese momento. Llegamos a la fiesta y curiosamente la decoración de la casa incluía: Sombreritos de fiesta, serpentinas, corazoncitos brillantes diminutos regados por toda la casa, una fotografía de Bush impresa en computador y pegada en la pared, al lado, un mapa de EU y al lado del mapa una foto de Sadam Hussein de lo más elegante y sonriente. La verdad no entendí porque y ni pregunté por no caer de pronto en la imprudencia.
Comencé a hablar con un señor que me hizo las preguntas de rigor: De dónde soy, hace cuánto estoy acá, cuánto me voy a quedar, bla, bla,.. y consecuente con la obsesión que tienen con el clima, me preguntó como es el de Colombia. Le pareció increíble que mi ciudad es clima frío y a una hora de camino en carro ya es clima caliente, que tenemos frutas todo el año y que utilizamos la caña no sólo para emborracharnos sino también para poner a andar carros en vez de gasolina. Casi se va de para atrás cuando supo que conocemos la nieve porque también tenemos nevados.. y cerquitica del mar!, miles de mariposas diferentes y un acero vegetal al que le decimos guadua. Pero lo que más lo descrestó es que podemos comprar un litro de leche, cinco huevos y cinco panes con una de sus monedas y 20 cigarrillos por 50 centavos. Pasado un buen rato cuando ya se me había agotado el poco vocabulario y gramática en inglés, el señor dijo que iba por otro trago y nunca volvió. Entendí cómo se siente la gente tímida. No sabía dónde sentarme, para dónde mirar, tampoco sabía qué hacer con las manos. La gente pasaba rápidamente y me preguntaba si era amiga del novio o de la novia a los que yo ni siquiera conocía. Ya cuando se me acabaron las sonrisas desganadas pero amables decidí sentarme en la sala, al lado de una señora en silla de ruedas y un viejito con un sombrero de plástico, a los que tampoco les hablaban. Con Sadam Hussein y George Bush al frente, con una sonrisita hasta contagiosa y la mirada fija en mí, como La Monalisa. Con ese efecto extraño que tienen los retratos que para donde uno se muevan lo siguen mirando. Asi me quede, en medio de la sala frente al televisor, con mis cuatro amigos viendo un partido de Rugby y esperando a que la fiesta terminara. Son mas buenas las fiestas con los de la escuela en un sitio latino que se llama Margaritas, aunque de latino no tiene sino el nombre. Hay que ver a los asiáticos ahí sí con los ojos bien abiertos viendo bailar a las brasileras en minifalda, a los de Arabia Saudita en medio de la gran parranda porque en su país es ilegal tomar alcohol, no hay un sólo sitio para bailar y si salen con una mujer deben casarse con ella. Por eso esto para ellos es la verdadera fiesta; salen con todas así, no tengan ni idea bailan toda al noche y se toman hasta el agua del florero. Están bajo una religión que más que fe es una disciplina casi militar. Por boca de Dios saben lo que deben y no comer, beber o vivir. Claro está que estas son sólo apreciaciones subjetivas sin el más mínimo conocimiento profundo. Como sea, estar son ellos y con todos los demás es divertidísimo. Todo el tiempo estamos conociendo y aprendiendo de otras cosas a través de nosotros mismos. Hablamos de religión, política, comida... saltamos de los temas más interesantes a los mas insulsos y es que para todos es casi imposible dejar de comparar. Se ha llegado hasta el punto de comparara como ladran los perros en nuestros idiomas. Por ejemplo en Colombia: "Guau guau", en Korea: "Mong mong", en Suiza: "Wou Wou", en Japón " Wang Wang" y en Arabia Saudita: "Baej Baej". Increíble cómo las apreciaciones son tan diferentes. El tema nunca termina y aunque creamos que tenemos pocas cosas en común, todos han confesado, hasta el más macho, que alguna de estas noches ha llorado porque le hace falta la casa. Eso demuestra que los negros, los blancos, los indios y como dijo Verónica Castro, Los ricos también lloran.

Tailandia Surreal


Hacerse una idea de Bangkok en unos días no sería una idea real, pero es una ciudad que no se podría comparar con ninguna otra. Las calles, todas tan llenas de gente muerta de la risa, huelen a curry, coco, limoncillo, jengibre y orines. Hay comida y "pasaboquitas" a precios irrisorios en casi todos los andenes, comida que meten en bolsitas plásticas, así sea sopa, arroz o coca cola; por eso parece una ciudad en eterno carnaval. Todo es lleno de colores. Altares con flores y frutas frescas se encuentran atravesados en el paso de los peatones, que en mi concepto son consentidos por un sistema de transporte que para cualquier economista o planeador de ordenamiento territorial sonaría como un gran problema. Pero en Bangkok, los buses pasan cada tres minutos, lo recoge donde uno necesita, lo deja donde le diga y valen lo que vale un chicle, un alacrán o un calamar asado en el puesto del andén. Si no es suficiente, el peatón más consentido todavía puede bajarse del bus y literalmente “saltar” a las lanchas que van por los canales que atraviesan la ciudad, mientras espera en una estación de lo más improvisada, sin letreros de neón ni pantallas líquidas que dictan las rutas. Sin pisos entapetados ni una señorita con voz sexy que avise por micrófono la ruta de la próxima lancha. La estación, es hecha con tablas por encima del agua y una baranda; por eso se pueden dar el lujo de viajar casi gratis; porque se ahorran lo del tapete, el neón, el líquido de las pantallas y la señorita con voz sexy. Si todavía después de saltar de la lancha el peatón no ha llegado a su destino, toma un tuk tuk, que es una moto con silla trasera de dos puestos y techo, le paga tal vez lo que vale una bolsita de cucarachas fritas y lo deja donde necesita. Eso sin hablar del el metro, que pasa por toda la cuidad por encima de las cabezas de todos y las motos taxis, que como hadas madrinas llevan al pasajero donde quiera. Aunque los analistas digan lo contrario... ¿Hay un sistema de transporte más organizado y complaciente que el de Bangkok?La gente en Tailandia acostumbrada al rebusque y al "pa' las que sea" se me parece a nosotros los latinoamericanos. Son buenos vendedores, recursivos, amables y con buen sentido del humor aunque cueste entenderles. Pero los que hablan algo de inglés hablan tanto como yo, es decir, la comunicación completa con señas es casi perfecta. Sólo es decirles: "¿How much?" y por tener los ojos más redondos que los de ellos, la cifra se infla. Pero yo les digo que tengo los ojos pero no el bolsillo de gringa ni europea, que soy latinoamericana, de un país tan bonito y sin plata pero tan rico como el de ellos y ahí mismo la cifra vuelve a su estado real.
Afuera de Bangkok, en Hua Hin un pueblo al sur, el paisaje se va pareciendo mucho más al imaginario que uno tiene de Tailandia. Los grades templos Budistas en medio de plantaciones de arroz y pueblos con el mismo clima y vegetación que cualquiera de los nuestros, hablan de la fe de toda la comunidad y el respeto que le tienen a su religión. Parte de la comunidad trabaja en la construcción de nuevos templos y monjes de todas la edades tienen roles propios dentro del proceso. Unos esculpen las escamas de los dragones que bajan por las escaleras, otros tallan madera, otros cosen las túnicas de otros monjes y otros, que me los encontré bien metidos en la montaña, ven fútbol por televisión, y fuman Marlboro mientras se mecen en hamaca afuera de la cabaña de madera, posan para las fotos y a punta de señas piden el teléfono a la única colombiana que conocen. Pero me pregunto: ¿De qué podríamos hablar por teléfono, un monje budista que no sabe inglés y yo que no hablo tai?