D í a s C a l i e n t e s
La época lluviosa no había comenzado y Magdalena continuaba bañándose en el río tantas veces como pasaba cerca a uno para deshacerse del sudor que se le pegaba a la piel después de las largas caminatas.
Mientras el comandante García se quitaba las botas de caucho y remojaba los pies también en el río, evitaba la calentura animal que le producía Magdalena nadando sin estilo, con la camisa mojada pegada a la piel que le acentuaba las curvas y su naturaleza de mujer.
Habían pasado ya varios años desde que salió de su adolescencia. En ese entonces, su sueño era bailar en el Chaca Chaca y vestirse como las mujerzuelas que veía desde afuera y por las rendijas de aquel burdel cerca a su casa, cuando salía por las noches sin el permiso de su abuelo para ver a los soldados y mujeres con maquillaje barato y sandalias de tacón alto bailando cumbias y vallenatos, a los que ella seguía el paso sin que nadie la viera, imaginándose dentro de ese gran escenario con iluminación improvisada y lucecitas de pesebre que no titilaban al ritmo de la música como en otras discotecas de la ciudad. Ella estuvo allá un poco después y una sola vez, cuando su abuela a la que nunca conoció, murió. Magdalena obligada, fue con la prima a hacer esas visitas de pésame que son por pura cortesía fingida.
Conocieron esa noche en la funeraria a Marcos, un pariente lejano al que tampoco le importaba la finada y quien las invitó a tomarse sólo un aguardiente que se convirtió en muchos, con la condición de llevarlas en taxi a la pensión donde dormirían. Esa sería la oportunidad de Magdalena para montar en taxi, conocer la cuidad de noche y descubrir que el aguardiente tiene la maravillosa y fatal propiedad de acentuar los sentimientos, de sacar los pensamientos escondidos y matar del dolor de cabeza al día siguiente. Marcos tuvo que llevarla hasta la cama que mojarían más tarde con todos los fluidos de sus cuerpos, porque por el efecto del alcohol anisado, hasta lloraron por una abuela que nunca recordó ni como se llamaban esos tres o cuatro nietos bastardos.
La ciudad no fue tan grande ni tan elegante como Magdalena se había imaginado por las fotos del periódico y la telenovela de las ocho y media. La ciudad se quedó con su virginidad y con Marcos, ese pariente lejano que vagamente recordaba porque sólo lo vio de noche, con las luces de la discoteca que prendían y apagaban al ritmo de la música y se fue sin despedirse antes que Magdalena despertara.
Después de un año desde la muerte de la abuela y la ida a la ciudad. Magdalena casi ni recordaba el hecho por ser tan diferente a su cotidianidad. La visita a la ciudad fue para ella como algo que nunca ocurrió porque nada se lo recordaba. Ni siquiera su prima Carmen que se fue a vivir a otro pueblo para trabajar en algo fácil que ella nunca comentó, tampoco la familia por considerarlo poco honroso. Llegó a tal punto que también olvidó que ya no era señorita y seguía teniendo esa actitud simple e infantil de mujer que todavía, como decían los viejos, no conoce varón.
"La vida en el campo ya no es como antes", era la frase común de los viejos que trabajaron la tierra desde siempre, que vieron a sus viejos y no tan viejos levantando familias numerosas con azadón y machete como únicas herramientas, con la tranquilidad que daba vivir en el campo hasta que muchos desconocidos comenzaron a llegar al pueblo. A veces se les veían reunidos por las noches en las cantinas, comprando verduras y carnes en la plaza o andando por ahí, en carros grandes y modernos que nunca se vieron antes en las calles angostas del pueblo. Algunos desconfiaban de los nuevos visitantes y otros por el contrario, se alegraban de recibir los rollos de billetes nuevecitos a cambio de gallinas ponedoras, cerdos vivos, bultos de arroz y bolsas de jabón; mercancía que, con sus compradores, desaparecía del pueblo sin saber quién la consumía ni dónde. “Nada bueno puede ser”, decían las rezanderas que se encontraban afuera de la misa de seis de la mañana, para en sus charlas trágicas de viudas y fanáticas, asegurar que el demonio estaba tomándose el pueblo y que sus almas terminarían llorando arrepentidas afuera de sus cuerpos. Eso cuando no estaban con la manía de competir entre ellas, por quién tenía más dolores, enfermedades y sufrimientos.
Esas mujeres con camándulas en mano, miles de dolores físicos y maridos infieles, no estaban tan equivocadas. Unas semanas después de la llegada de los extraños, estos mismos, con armas en mano se tomaron violentamente el pueblo una noche que los que quedaron vivos no quisieran recordar. Esta fue una historia de carnicería pura como en las de juventud del viejo Indalecio, cuando su ira política era tan frenética que orinaba del mismo color de su partido; Cuando las técnicas de matar eran tan atroces que más se parecían a obras de arte por el tiempo que requerían y la estética del resultado final. Obras parecidas a las de artistas Mexicanos más tarde famosos en Europa y Norte América por sus imágenes denunciantes de desigualdad y violencia en la América Latina.
La guerra que vivía ahora el país ya no tenía el sentido socialista inicial como en otros países de Latinoamérica donde grupos armados comenzaron a hacer justicia. Ya para este momento, ese objetivo sumado a la experiencia que ya se tenía en armamento y en la vida ilegal en el campo, se había mezclado con narcotráfico, un negocio no muy nuevo al que no renunciaban por ser el que más plata deja.
El objetivo de las tomas a las poblaciones, era reclutar jóvenes que militaran en contra del Ejército Nacional que estaba fortalecido. Para ellos, al momento de combatir, mujeres y hombres servían igual con un arma en la mano, con la ventaja que las mujeres son mejores para cocinar, lavar ropa y hacer otras tareas, entre ellas satisfacer el hambre de macho de otros militantes.
Esa noche fue llena de sonidos aterradores mezclados y gente desconocida. Fue para Magdalena como una larga pesadilla de la que sólo escapó cuando unos ojos que sí conocía desde antes, se acercaron a ella para cubrirla de las mismas balas que dejaron a su abuelo boca abajo cuando trataba de correr a buscar su escopeta, pero esta vez no tuvo la misma suerte que años atrás. Ya estaba tan viejo y lento como su arma. Magdalena no hubiera reconocido esos ojos de no ser porque fueron iluminados por los destellos de los disparos de fusil, iguales a los destellos y luces titilantes que años atrás iluminaron al ritmo de la cumbia los ojos de Marcos en la discoteca de la ciudad.
Marcos García no era ningún profesor como se presentó a sus parientes el día del funeral. Era comandante de uno de los tantos frentes de las fuerzas armadas revolucionarias y parecía ser el último en tener alguna idea política en medio de todos los demás campesinos asesinos, que no sabían otra cosa que cultivar la tierra y halar el gatillo. Marcos entró por su voluntad a esta guerra, años atrás cuando estudiaba filosofía en la universidad pública de la ciudad y por su idealismo, se llenó de motivos para luchar por las necesidades del pueblo. Sin quererlo, ahora pertenecía al bando contrario. Ahora él era el que destruía, atemorizaba y castraba cualquier esperanza. Ahora estaba haciendo todo en contra de cualquier manifestación de la justicia.
Magdalena no supo si era su memoria o un juego sucio de la imaginación que hacía familiar al comandante García. No supo si fueron los ruidos, la tristeza profunda o el pánico, lo que la dejaron sin conciencia hasta el día siguiente cuando despertó en su propia cama la lado de Marcos, como hubiera querido varios años atrás en la pensión de la cuidad.
La noche anterior había sido definitiva para Marcos. Fue la última en la que participó en esa guerra sin sentido. Esa noche, aprovechando sus heridas, se lanzó encima de don Indalecio y Magdalena haciéndose el muerto para que lo dieran como caído y se olvidaran de él. Cuando terminaron los sonidos de fusil, los mismos asesinos levantaron los muertos y convalecientes e hicieron una gran fogata humana. Marcos, aprovechando el descuido de sus antiguos subalternos, levantó el cuerpo de don Indalecio, le cerró los ojos, y con la fe de revolucionario pero no ateo, se echó la bendición, rezó un padrenuestro por su alma y lo echó a la hoguera. Después levantó a Magdalena sin conciencia y la entró a la casa. Otra vez como hace un año la llevó a la cama y se acostó junto a ella para escapar antes de que llegara la mañana.
Marcos amaneció herido, desilusionado y con unas ganas locas de morir. Pero no sabía porqué ahora sentía la necesidad de estar con Magdalena quien lo miraba con desconfianza, temblando sentada al borde de la cama con una necesidad absurda de no apartarse de él ni dejarlo ir. No sabía si odiarlo o abrazarlo porque era la única persona que ahora sentía conocer.
Entre los integrantes del frente que comandaba García, no tardó en rodar la noticia de la desaparición de su cadáver. Supieron así que no estaba muerto y el acto se tomó como una deserción que se pagaba con la vida misma sin importar el rango del traidor. Pasaron tres días para Marcos sin salir del cuarto de Magdalena y temía que volvieran a buscarlo. Magdalena mientras tanto, sin hablarle, le curaba las heridas de los roces de las balas, pero con el tiempo su mirada fue perdiendo el miedo y la ira. Su mirada se fue transformando en una necesidad para Marcos quien recibió de Magdalena algo parecido al afecto y que definitivamente hasta ahora no conocía. Entonces Magdalena, frente a la evidencia de su gravedad y su necesidad de protegerlo, recordó la existencia de su prima deshonrada y por primera vez en tres días le habló: “Tengo que salir de este maldito pueblo y quiera o no… ¡Usted viene conmigo!”.
Marcos, quien desde hace tres días en un monólogo le hablaba a Magdalena de su miedo de ser encontrado y su convicción de no pertenecer más a lo que tanto daño le hacía a su patria, se sintió aliviado y sin merecerlo amado. Fue así como decidieron que se irían hasta el pueblo donde vivía su prima Carmen para pedirle ayuda y un poco de dinero prestado. No podían tomar un bus hasta el pueblo donde Carmen vivía porque el frente que Marcos García comandaba, tenía informantes en toda la región. Él más que nadie lo sabía, por ser él mismo quien los había reclutado; por eso planearon salir de noche de la casa de Magdalena para recorrer los setenta kilómetros que habían de un pueblo a otro; atravesando ríos, subiendo montañas y esquivando las casas de los campesinos y campamentos guerrilleros, de los que afortunadamente el ex-comandante conocía la ubicación.
En una maleta del viejo Indalecio, metieron panes, una olla vieja, arroz, alcohol para prender fogatas y curar las heridas de Marcos, un cuchillo recién afilado, una sola cobija, dos pocillos de cerámica y una botella de aguardiente empezada por el viejo Indalecio antes de que lo sorprendiera la muerte. Cuando pensaron que ya tendrían lo mínimo necesario, Magdalena recordó empacar también la imagen de San Gregorio, quien desde que Magdalena tenía uso de razón, era el médico de la familia. San Gregorio desde el más allá, les curaba las pestes, les practicaba cirugías y les quitaba los dolores. Desde niña sabía cómo hacer el altar dejándole a San Gregorio un vaso de agua con una flor roja, agua que al otro día bebían en ayunas como medicina formulada por ese médico bondadoso que después de muerto continuaba curando a quienes creían en su ciencia, aunque para muchos las palabras ciencia y fe fueran no compatibles. San Gregorio convertía el simple alcohol antiséptico en un líquido lechoso que servía para eliminar dolores y sanar heridas. De eso ya comenzaba a dar fe también Marcos, quien al principio no creía en las aguas que Magdalena le daba a beber en las mañanas y en el alcohol convertido en líquido blanco que le untaba sobre las heridas que comenzaban a cerrarse.
Conociendo todos los peligros, salieron esa noche del pueblo y emprendieron así su travesía hasta donde estaba Carmen. Caminaron sin hablar por casi dos horas hasta alejarse de las últimas casas y cuando se sintieron el silencio absoluto en medio de la oscuridad, prendieron una fogata para espantar los animales. Magdalena sacó uno de los pocillos, lo llenó de agua de quebrada y le metió una flor roja que recogió en el camino. Sacó el otro pocillo, lo medio llenó con alcohol y los puso los dos a un lado para no derramar los líquidos milagrosos mientras dormían. Se recostaron en la maleta y antes de quedarse profundamente dormidos, Marcos tomó las manos de Magdalena y le pidió perdón con lágrimas en los ojos. Tal vez el mismo perdón que hubiera querido pedirle a la patria misma por lastimarla desde hace tanto tiempo. Magdalena no pronunció palabra ni hizo ningún gesto, pero se sentía tan angustiada como feliz al lado de Marcos García.
Al amanecer, después de despertar muy temprano abrazados por instinto, Magdalena curó las heridas y le dio a Marcos el agua de la flor roja en ayunas. Se sentían libres, sin ningún afán. Calcularon que necesitarían dos o tres días para llegar a encontrarse con Carmen, a quien Magdalena llamó antes de salir del pueblo la noche anterior para contarle de la muerte del viejo Indalecio y de la compañía secreta de Marcos, quien necesitaba un transporte seguro a la ciudad.
Así anduvieron entre las montañas durante todo el día. La época lluviosa no comenzaba todavía y Magdalena continuaba bañándose en el río tantas veces como pasaba cerca a uno, para deshacerse del sudor que se le pegaba a la piel después de las largas caminatas.
Mientras el ex-comandante García se quitaba las botas de caucho y remojaba los pies también en el río, evitaba la calentura animal que le producía Magdalena nadando sin estilo, con la camisa mojada pegada a la piel que le acentuaba las curvas y su naturaleza de mujer. Ya para ese momento, Magdalena reemplazaba los monosílabos por frases que hacían feliz a Marcos. Él, con las heridas de bala casi cerradas y los dolores controlados, tomaba a Magdalena de las manos para ayudarla a pasar quebradas y caminos resbalosos. Al final del día vieron el sol más grande que siempre entrarse detrás de las montañas. Desde allí veían valles, ríos y la belleza de su país multiplicada. Esa multiplicación de la belleza de la que es responsable el amor y el aguardiente en intenigentes cantidades.
Hablaron por horas de sus vidas con la luz de un fogón para hacer el arroz que comieron con mangos agarrados de los árboles del camino y picoteados por pájaros. Ya entrada la noche, irónicamente lamentaron que sólo les quedara un día para terminar esa pequeña luna de miel forzosa como ellos mismos la llamaron. Disfrutaron imaginándose que así mismo debieron sentirse Adán y Eva, aunque ellos ya hubieran mordido la fruta y lo último que quisieran ver fuera una serpiente. Recordaron el funeral de la abuela donde eran unos completos extraños y se burlaron de sus pobres tías gordas y arrugadas que los miraban con vergüenza. No querían que la noche terminara, no querían ver la luz del sol que los obligaba a acelerar la despedida. En silencio se redescubrieron en la oscuridad y antes de que amaneciera, le prometió Marcos a Magdalena buscarla cuando arreglara su situación con la justicia. Marcos supo por ese tiempo, que el Gobierno Nacional estaba reinsertando a la sociedad a todos los ilegales que dejaran las armas ofreciéndoles garantías civiles. Desde eso soñaba con su libertad para tener una vida propia, lejos del sinsentido de la guerra. Así comenzó su último día de camino. Las heridas estaban sanadas y los corazones hinchados de sentimiento. Metieron lo que les quedaba a la vieja maleta y comenzaron la caminata hacia el pueblo que ya se veía desde la parte más alta de la montaña.
Carmen, que ya nada tenía de inocente, estaba esperándolos en la casa de “damas de compañía” que ella misma administraba y a la que asistían los personajes más significativos del pueblo; el alcalde, su opositor y hasta comandantes de otros frentes de grupos al margen de la ley. En esa propiedad, estaba prohibido hablar de política, pero sí se supo la noticia del traidor Marcos García y los diez millones de pesos que ofrecían por su cabeza.
Después de la última larga caminata hasta el centro del pueblo, Magdalena llegó a tocar la puerta de la casa de Carmen, que estaba cerrada de seis de la mañana cuando salían los últimos clientes a ocho de la noche que llegaban los primeros. Tocó varias veces con esa velocidad que produce la angustia, hasta que salió Carmen con cara de pecado y le dio un gran abrazo a su prima que ya era toda una mujer. De inmediato Carmen hizo una llamada dando la ubicación de Marcos para ser recogido por quienes supuestamente lo llevarían a la ciudad. Pero sin que nadie supiera, Carmen les pagó dos millones por quemarlo en el camino tal como había negociado con un ex-compañero de Marcos, la misma noche que Magdalena la llamó.
De los ocho millones que le quedaron a Carmen por la entrega, tres fueron a parar a su bolsillo y cinco como préstamo al de Magdalena, quien se quedó en el pueblo, ayudando a Carmen en el negocio y esperando a Marcos con los cinco millones de pesos para comenzar la vida que soñaron. Así se quedó Magdalena esperando una respuesta, recordando y fantaseando con los días calientes en las montañas. La espera duró meses y terminó con una carta escrita de puño y letra de Carmen, cuando comenzó a preocuparse por la tristeza permanente de su prima y pensó que ahora sí debía hacerle un bien.
Bogotá, 31 de diciembre de 2004.
Querida y recordada Magdalena. Escribo estas letras desde el frío. Los últimos meses han sido los más duros de mi vida en esta ciudad, sabe que no estoy muy acostumbrado. No puedo explicarle bien mi situación porque no está muy definida, pero con la ayuda de un amigo conseguí irme para España. Salgo este fin de semana. Tenía que escoger entre eso o Nueva York y por el idioma preferí España, además dicen que en Nueva York hay mucho ladrón. Claro que uno sin nada, qué le van a robar.
Cuide bastante a su prima Carmen, se nota que ella la quiere mucho y mire a ver cómo hace para pagarle los cinco millones que ella le prestó. Qué pena no haberla llamado antes a explicarle todo, pero es que me sale muy caro desde acá y ahora que me vaya para por allá tan lejos, quién sabe cómo irán a ser las cosas.
La recuerdo con Cariño.
Marcos García


